Mi padre, mi referente

Ahí estaba yo frente al espejo, anudándome el nudo de la corbata tal y como me había enseñado mi padre veinte años atrás. Hoy lo enterraba, cerraba una etapa de mi vida, decía adiós a mi ángel de la guarda, a mi mentor, a mi referente. No pude evitar que me invadiera la nostalgia y los recuerdos vinieran a mí de forma atropellada; lágrimas primero y sonrisas después. Había sido un grande; para mí, el más grande.

Al entierro acudió muchísima gente. Su profesión, viajante de relojería, le había brindado la oportunidad de conocer gran cantidad de personas, clientes que, en la mayoría de los casos y con el paso de los años, se habían convertido en amigos. Y es que Paco, mi padre, siempre había amado su trabajo y eso se notaba, se respiraba. Muchos de sus clientes-amigos me trasladaron sus condolencias y me contaron diversas anécdotas que me subieron el ánimo.

Mi padre, que se quedó viudo al nacer yo, fue para mi todo lo que un hijo puede desear. Dedicó toda su vida a mí y a su trabajo, lo cual hizo de ello sus dos grandes pasiones. Siempre se sintió orgulloso de su profesión. Me decía que ser vendedor era, sobre todo, cuestión de valores, que había que discernir muy bien esa fina línea que divide la venta ética de la venta de engaño.

Creía firmemente, y así se encargó de transmitírmelo, que el objetivo principal en la venta es ganarse la confianza del cliente y que si lo consigues éste acabará entregándote su lealtad. “Hay que ser honrado, esto no es una carrera de velocidad sino de larga distancia. Tus clientes son tu mayor activo, cuídalos con mimo y tendrás siempre las puertas abiertas” eran sus palabras.

Todas estas ideas me las empezaba a inculcar mi padre de bien pequeñito, cuando yo apenas contaba con nueve o diez años. Con aquella temprana edad la verdad es que me resultaba bastante difícil entenderlo, no nos vamos a engañar, pero él sabía muy bien lo que hacía: sembrar los valores que harían de mí la persona que soy hoy. Incluso hubo ocasiones en las que me llevó a visitar a sus clientes de más confianza, a esos que no les importaría tener un niño husmeando por la tienda. Esas experiencias para mí eran todo un espectáculo, ver el desparpajo con el que se desenvolvía, cómo conectaba inmediatamente con la gente, cómo preguntaba, cómo escuchaba, cómo argumentaba, en definitiva, cómo manejaba la situación. Yo pecaba de cierta timidez así que todo ese derroche de autoconfianza y determinación me deslumbraban.

En aquellos tiempos los viajantes llevaban el muestrario físico distribuido en varias maletas (afortunadamente para la salud y seguridad de ellos esto ya no es así, se impuso la tableta) y mi padre todos los sábados me pedía que le ayudara a ordenar las bateas de relojes (las bandejas donde van presentados) ¡Eso me resultaba alucinante! A esa edad en la que no falta imaginación y emulando lo que veía, yo improvisaba una pequeña tienda con la ayuda de una mesa de camping a modo de mostrador y le “vendía” relojes a mi padre. Le comentaba las características de todos ellos y él me decía que eso estaba bien, pero que añadiera beneficios.

“La gente compra por los beneficios que ofrece el producto y no por sus características” me decía mi padre de forma un tanto ininteligible para mí por aquel entonces. Otra frase a la que recurría en repetidas ocasiones era: “La emoción decide, la razón justifica” en alusión a la forma en que las personas tomamos las decisiones de compra.

Fuera como fuere, yo iba aplicando como podía sus consejos a mi discurso y cuando mi padre entendía que lo había hecho medianamente bien extraía del bolsillo unas chuches y me “compraba” el reloj (¡qué bien sabían esas gominolas de botella cola azucaradas!)

No te puedes ni imaginar con qué ganas esperaba los sábados. A veces me enfadaba un poco porque mi padre me ponía objeciones a la hora de «comprarme» el reloj, lo cual a mí me desagradaba bastante pues me costaba rebatirlas. “Las objeciones son parte de la venta y la calidad de tus respuestas determinan tu calidad como profesional”, comentaba él.

Pasaron unos años más y me planté en plena adolescencia, esa etapa en la que nos mostramos soberbios y creemos saberlo todo. Recuerdo un día, del cual me arrepentiré toda la vida, que le eché en cara que fuera vendedor. Le dije que yo jamás sería vendedor, que eso era poco para mí, que yo tenía mayores aspiraciones. ¿Qué respondió él?

“El dinero, ignorante, está en la calle y espero por tu bien que algún día te des cuenta de eso. Cada día, con gran esfuerzo, y en muchas ocasiones tirando más de disciplina que de ganas, salgo ahí fuera para que a ti no te falte el plato de comida en la mesa. No sé si algún día te dedicarás a las ventas, pero más vale que seas consciente de que jamás serás un profesional de éxito si no sabes vender tu trabajo, por muy bueno que seas técnicamente. Déjate de orgullo de escaparate y piensa que la dignidad profesional está en cómo trabajas y no en qué trabajas”.

Ésas fueron sus palabras que a día de hoy aún resuenan en mi mente de vez en cuando. Cuatro años más tarde me gradué en ingeniería informática, lo cual llenó de orgullo a mi padre pues él no tenía estudios superiores. Fíjate como son las cosas que tras un año como informático encerrado ocho horas en una oficina, cobrando un sueldo ridículo y con ningún tipo de libertad, recordé aquellas sabias palabras: “El dinero, ignorante, está en la calle”. No le di muchas vueltas, ese mismo día decidí seguir sus pasos, poner en práctica todas las lecciones que me había enseñado a lo largo de su vida (y de la mía), decidí hacerme vendedor. Para mi fortuna, mi padre pudo llegar a verlo, estoy en paz conmigo mismo.

Gracias papá por enseñarme el camino, gracias papá por desearme lo mejor, allá donde quiera que estés.

P.D. Ésta no es la historia de mi vida, es anónima. Escrita en primera persona a modo de licencia literaria y dedicada a todos aquellos que os gustaría que vuestros hijos fueran vendedores.

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