El miércoles salí de la oficina y me dirigí a un restaurante cercano a reponer un poco de fuerzas con las que encarar la tarde. Como iba solo aproveché para llevarme un libro sobre liderazgo, mi mente también necesitaba algo de alimento. Estando concentrado en la lectura por un lado y en un pincho de tortilla por otro, no pude evitar oír en la mesa de al lado a un hombre trajeado que le comentaba a otro lo mal que había empezado el año. Las ventas le habían caído mucho y se mostraba enojado. A juzgar por sus palabras entendí que era el dueño de una pequeña empresa que, como dijo él, había levantado “con muchos huevos” (entiendo que no se refería a los de gallina). El otro hombre, que no llegué a averiguar qué relación les unía, asentía suavemente con la cabeza en claro gesto empático. El empresario, que gustaba de escucharse, había estado analizando las posibles causas de sus males y había llegado a una conclusión que evidenciaba soberbia y arrogancia a partes iguales: “La culpa la tienen los vendedores, que son unos vagos y no están comprometidos con la empresa”.
Duras palabras, sin duda, pero no por ello excepcionales. La realidad es que desgraciadamente el vendedor tiene que oír semejantes patrañas en muchas ocasiones. Y es que cuando las cosas van bien el mérito se atribuye a las excelencias del producto (se vende solo) pero cuando las cosas van mal, ay amigo, la culpa es (la mayoría de las veces y en muchas empresas) del desamparado vendedor. Como jefe, cuando las ventas bajan, es fácil colgar el sambenito al eslabón más débil de la cadena (no tiene derecho a réplica) pero ya es más complicado mostrar capacidad autocrítica, una cualidad que si bien es importante en un trabajador de base, se vuelve imperativo en un puesto con cierto nivel jerárquico. Es fundamental que antes de inclinar nuestro pulgar hacia abajo demandando la testa del vendedor hagamos un uso justo de nuestra responsabilidad y nos hagamos ciertas preguntas: ¿Llevan mis vendedores un producto adecuado a los cambios que se están produciendo en el mercado? (porque las exigencias del mercado de hoy no son las de ayer). ¿Conocemos nosotros ese mercado? (y no lo digo porque lo hayamos leído en papel salmón sino porque lo hayamos vivido, porque hayamos bajado a la arena a ver de cerca a los leones). ¿Me he encargado yo, como responsable, de que mis vendedores estén adecuadamente formados tanto en producto como en técnica de ventas? (no pretendamos recoger sin haber sembrado) ¿Hemos sabido transmitir a nuestros vendedores la misión, la visión y los valores de la empresa? (es vital que el vendedor se sienta parte de un proyecto que vaya más allá de una mera transacción comercial) ¿Les escuchamos cuando están bajos de moral? (porque en algún momento lo estarán y es en nuestra calmada escucha que se reharán). ¿Les pedimos el esfuerzo que predicamos con el ejemplo o con un ejemplo que mejor no predicar? No pretendo con esta reflexión enarbolar la bandera de la justicia, que ya sabemos que no es ciega, pero sí que me gustaría que sirviera para equilibrar un poquito más la balanza entre lo percibido y lo objetivamente acontecido.