Víctor estaba pletórico de felicidad, la entrevista de trabajo le había salido bien. Se postulaba para un puesto de vendedor en una empresa de menaje del hogar. Se veía dentro, había contestado a todas y cada una de las preguntas de forma acertada. Especialmente satisfecho estaba con aquella que la entrevistadora lanzó de forma retadora: «¿Por qué tú?, ¿por qué te tengo que seleccionar a ti de entre todos los candidatos?
Ésta era la pregunta que estaba esperando, la llevaba preparada y Víctor sabía venderse muy bien. Esgrimió argumentos de valor que apelaban tanto a la parte racional como a la emocional de su interlocutora y que dejaban poca o ninguna duda de su idoneidad al puesto por encima de otras candidaturas. Víctor había apostado por diferenciarse de los demás, por resaltar sus cualidades de forma adecuada y le salió bien (entró a trabajar allí unos días más tarde). Frente a la pregunta decisiva había optado por una respuesta basada en valor, no en precio. Imagínate que hubiera contestado: «Soy su candidato ideal porque soy más barato que nadie, porque estoy dispuesto a trabajar por menos dinero que ningún otro». No, por supuesto, no te lo imaginas. A nadie en su sano juicio se le ocurriría venderse por precio, faltaría más, sabemos perfectamente que el precio no es un factor determinante cuando se trata de cubrir una necesidad, ¿verdad? Y además sería un ultraje no valorarnos a nosotros mismos, ¿cierto? Por otro lado, ganando tan poco, ¿cómo iba Víctor a pagar sus facturas?
Entonces, si lo tenemos tan claro cuando se trata de nosotros mismos, ¿por qué a la hora de vender un producto titubeamos y podemos acabar pensando que el precio sí es definitivo?, ¿no es contradictorio? No nos dejemos hipnotizar por aquellos cantos de sirena que prometen grandes recompensas a cambio de una solución en apariencia sencilla: bajar el precio. Como vendedores profesionales que somos, debemos ser conscientes de que nuestra función es únicamente vender, que no comprar. Y digo esto porque ocurre en innumerables ocasiones, especialmente en estos tiempos de economía convulsa e idolatría del low cost, que el cliente nos echa en cara que nuestro producto «es muy caro», que vamos «muy altos de precio». No caigamos en la tentación de volver a la oficina y pongamos en la mesa de nuestro responsable inmediato un problema que la mayoría de las veces no es real. Y digo que no lo hagamos porque podríamos acabar convenciéndolo y recuerda: «Ten cuidado con lo que deseas porque se puede cumplir». Bajar el precio significa tocar el margen, piedra angular de todo negocio. Cuando tocamos el margen, ponemos en grave peligro la salud de nuestra empresa y por consiguiente la tuya y la de tu gente. Podemos pensar que el margen «no es cosa nuestra, que nosotros cobramos por ventas» pero la realidad es que sí te afectará tarde o temprano, recuerda que siempre llueve de arriba hacia abajo.
Los vendedores existimos porque la venta no es fácil, bendita dificultad que nos permite seguir ejerciendo la profesión que amamos. No busquemos atajos que seguro no nos conducirán al destino deseado. ¡El precio hay que defenderlo! No dejemos que ataquen a nuestra empresa, nuestra casa, en la mismísima línea de flotación. Bajar el precio no asegura vender más, o al menos no lo suficiente para cubrir esa pérdida de margen. Probablemente nos aligere un poco la carga pero la meta estará más lejos, ¡y no llegaremos! Seamos responsables y defendamos inteligentemente lo verdaderamente decisivo a la hora de vender: el VALOR que ofrecemos.