Berta había estudiado Filología Hispánica. Como era de esperar nunca llegó a encontrar un trabajo de lo suyo (principalmente en el área de la docencia o de la investigación) así que casi sin darse cuenta acabó en esa especie de cajón de sastre que son las ventas y que recoge perfiles profesionales de lo más variopinto que jamás se plantearon esa salida laboral como primera opción (nunca he conocido a un niño que le preguntes que quiere ser de mayor y que te conteste: vendedor). Así fue como Berta entró a trabajar como vendedora en una academia de inglés franquiciada que operaba bajo el paraguas de una, por aquel entonces, prestigiosa cadena dedicada a la formación de dicha lengua.
Resultó que Berta y las ventas se gustaron, mucho. En unos pocos meses ya despuntaba como una de las mejores vendedoras y al año ya se hizo asidua al top ten del ranking nacional de ventas donde su nombre lucía orgulloso un mes sí y otro también. Berta lo tenía todo, podríamos decir que había nacido para vender pero estaríamos faltando a la verdad, Berta se había preparado para vender, que no es lo mismo (aunque siempre nos sintamos más cómodos atribuyendo el éxito de los demás a causas externas, a caprichos de la naturaleza y no al esfuerzo individual). Todo lo hacía bien, empatizaba con cualquier tipo de cliente (que ya es difícil), sabía hacer las preguntas adecuadas que le proporcionarían la información que posteriormente guiaría su hilo argumental. Medía sus palabras, nunca decía nada que no le acercara a su objetivo (la venta), experta en el arte del silencio (imprescindible a la hora de manejar la conversación) y conocedora de hasta donde podía presionar al cliente según su perfil y su estado anímico circunstancial (porque el mismo cliente cambia según la situación en que se encuentra). Berta era en esencia perseverante y aunque su aspecto fuera de fragilidad absoluta su persona irradiaba una fuerza sin parangón fruto sin duda del buen concepto que tenía de sí misma (¡cuánto bien hace la autoestima!). En definitiva, una vendedora que todos querríamos tener en nuestro equipo.
Berta trabajaba duro, muy duro. Tenía ese punto de ambición que te hace mejor profesional, que hace que afrontes cada día como un nuevo reto y no como una rutina. No entendía el trabajo como una mera forma de supervivencia, como una ocupación retribuida que dice la RAE, sino como una oportunidad donde desarrollarse como profesional y como persona. Quería crecer, ascender, volar, lo que ella entendía por triunfar. En su momento así se lo hizo saber a Ricardo, su jefe y dueño de la franquicia en cuestión. “No te preocupes Berta que si sale alguna oportunidad yo seré el primero en apoyarte”- le dijo Ricardo con una sonrisa aparentemente sincera.
Mientras tanto en las oficinas centrales, las del Franquiciador, surgió una vacante como “Formador de vendedores” a nivel nacional, figura que dependería directamente de dirección comercial y que consistiría en formar a los vendedores de las nuevas aperturas y en reciclar a aquellos vendedores que habían ido adquiriendo malos vicios desviándose de lo técnicamente correcto y por consiguiente entrado en una fase de pobres resultados. Después de sopesar muy detenidamente quién podría ser el candidato adecuado de entre los más de 300 vendedores que había repartidos en los 150 centros ubicados a lo largo y ancho del territorio español (mitad centros propios y mitad franquiciados) llegaron a la conclusión unánime de que la persona ideal sería… Berta. Habían pensado en ella porque además de ser una excelente vendedora como ya he comentado anteriormente tenía grandes habilidades didácticas. Había un pequeño problema, Berta trabajaba en un centro franquiciado (lo que en definitiva es otra empresa) y no estaba claro como se tomaría el franquiciado (Ricardo) el hecho de que la central se llevara a la niña de sus ojos. El director comercial, consciente de la sensibilidad del asunto, habló con el franquiciado y le expuso sus intenciones. Ricardo, después de escuchar atentamente el discurso perfectamente calculado y medido del director comercial contestó sin dudar: “Ni de coña os lleváis a mi vendedora de aquí”- así de claro y así de tajante. A Ricardo no le importó lo más mínimo la carrera profesional de Berta, sus propios intereses estaban por encima de los de ella, por mucho que se lo mereciera. No iba a volar del nido, antes le cortaba las alas. Al final de la conversación Ricardo se encargó de decirle al director comercial: “De todo esto no tiene que enterarse Berta, ¿queda claro?”.
La central, que no quería problemas, desistió del asunto y acabó nombrando para ese puesto a otro vendedor (en este caso procedente de un centro propio donde no tenían que dar explicaciones a nadie) que aunque era bueno, ni mucho menos del nivel de Berta (y es que desgraciadamente en las empresas no siempre asciende el mejor, tiene mucho de política y de lo que vulgarmente denominamos “mamoneo”).
Como era de esperar, la historia no tardó mucho tiempo en llegar a oídos de Berta (como si los secretos existieran en las empresas). Qué desilusión primero y rabia después le entró al ser conocedora de que había perdido una ocasión como ésa, una oportunidad que catapultaría su carrera profesional, lo que más deseaba por ese entonces. No entendía, ni tenía intención de hacerlo, como su jefe había sido tan mezquino. Sin pensárselo dos veces y todavía en caliente (por mucho que te digan, a veces no va mal hacer las cosas en caliente, te da fuerzas para hacer cosas que de otra manera no harías) se personó en el despacho de su jefe y tras unas palabras, ciertamente gruesas, que no reproduciré por no ofender al lector, Berta le presentó su dimisión con carácter inminente. Cogió sus bártulos y se fue para no volver.
No se volvió a saber nada de Berta durante un tiempo pero, ironías del destino, resultó que al cabo de unos cinco o seis meses la competencia directa abrió un centro justo enfrente de nuestro “querido” Ricardo y ¿adivinas quién era la directora? Sí, la misma.
Con esta historia real aprendemos dos cosas: la primera que el talento no se puede retener con artimañas ruines, no funciona y es de una calidad humana deplorable. La segunda es que si te cierran una puerta no tienes por qué conformarte, ve y abre otra, sin miedo, con determinación (las pérdidas hacen que se abran nuevos horizontes). No permitas que nadie te ponga palos en las ruedas, tus sueños están ahí para que los cumplas y el camino de tu vida lo marcas tú, sólo tú.